Una niña anda por una calle llena de gente. Al llegar a la
puerta de un local se para. Se acerca y, mientras lo hace, todo el mundo se
gira a mirarla. Cuando abre la puerta, el tiempo parece detenerse.
Dentro, todo está en blanco y negro. Como fuera. La niña
suspira y se recuesta contra la puerta, que se ha cerrado dejándolo todo a
oscuras. La niña está acostumbrada a la falta de luz, así que al cabo de un
rato sus ojos se adaptan y comienza a ver cosas: un sofá, cuadros en las
paredes, una lámpara de araña sobre una mesa de mármol, un espejo cubierto por
una tela. Delante suya hay una alfombra. La niña pone un pie en ella, y al
hacerlo sucede algo inusual. Un trozo de la alfombra se tiñe de color.
¿Amarillo? La niña ríe, maravillada. Pisa más adelante y va recordando los
nombres de los colores a medida que aparecen. Verde, azul, rosa, naranja. La niña choca con el espejo, se
agarra a la tela y esta cobra color mientras cae, al igual que el espejo cuando
ella toca el marco. La mesa, la lámpara; todo va coloreándose mientras la niña
corre y juega por el interior de la tienda abandonada. Parada delante del
espejo, la niña observa su reflejo gris. Detrás queda la puerta, de metal, que
no ha cambiado de color.
Al día siguiente, la niña vuelve a la tienda y pasa horas entre
los objetos, que cambian de color cada vez que los toca. Cada día vuelve al
local, y cada día el resto del pueblo la ve desaparecer tras la gran puerta de
metal. Cuando ella sale y vuelve a casa, todo pierde el color, y los habitantes
vuelven a sus casas a la espera de que al día siguiente la única niña del
pueblo se olvide de cerrar la puerta, para que todos puedan ver y recordar los
colores que solo ella puede hacer aparecer.