martes, 16 de abril de 2013

Iba a poner un título ingenioso pero no se me ocurre ninguno. Patata.


Pienso, planeo y hablo en exceso. Eso es malo. Todo en exceso es malo.
Pensar mucho lleva a plantearse situaciones que no sucederán, como conocer a un famoso en su mansión o inventar la cura para cualquier enfermedad. Como sabemos que no ocurrirá (a no ser que seamos millonarios o condenadamente listos) nos deprimimos. Pensar en exceso lleva a la depresión.
Planear las cosas es bueno, la organización es útil. Pero si se abusa de la planificación nos convertimos en maníacos del orden y no hay quien nos aguante. Uso el plural de cortesía, no crean mis (pocos) lectores que tengo prejuicios acerca de nadie. De los prejuicios ya hablaré luego. (En un par de milenios, año arriba, año abajo).
Hablar en exceso es insoportable. A veces, por caer bien o por rellenar esos silencios tan poco agradables entre casi-desconocidos comenzamos a parlotear y ¡hale! que nos escuche quien quiera. Y eso cansa. Yo soy consciente de que a veces hablo más que escucho, y esto no siempre ha sido así. 
Es más, estas tres cualidades que he desarrollado en su máxima potencia no las tenía hace tres años.
La gente cambia, sí. Cambian nuestros gustos, nuestros peinados y la forma de hablar. Un día somos desorganizados, y en dos meses somos planeadores de bodas y comuniones. Una mañana te despiertas y ves claramente todas las opciones que el día te plantea y lo que ocurriría de seguir cada una. De pronto estás con tus amigos y sientes la necesidad de contarles la marca de comida de tu perro y los beneficios que aporta a su salud. Te mirarás al espejo y dirás "ni yo sola me entiendo, soy un bicho raro". Pero, ¿quién quiere ser normal de todas formas?